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martes, 11 de junio de 2013

Distopía y máscaras

Qué caripela, le dijo él. Yo levanté el libro un poco más y me hice el pelotudo. Ella se estaba pintando las uñas. Hacía rato ya que venía pintándoselas. Se las pintaba cada una de un color distinto, como una pendeja, por eso tardaba tanto. No me apures, le dijo ella, voy a estar lista cuando esté lista. No se puede apurar la belleza. Ni qué mierda, dijo él, yo decía nomás que te pisás la jeta. Yo pasé una página como para que supieran que estaba ahí, y para hacerme el que estaba en otra. ¿Y qué cara querés que tenga? Ella cerró el frasquito del esmalte y abanicó el aire con las manos bien abiertas. No es como que vos me das muchos motivos para cagarme de risa, ¿no?, y me miró a mí para ver si le festejaba el chiste. Me buscó los ojos durante un instante, la vi por el rabillo, la sentí, pero me hice el que seguía leyendo. Ya te voy a dar motivos para reírte, medio kilo de motivos si querés. Él se había servido un whisky, y la voz le salía resbaladiza, como aceitosa. Ella suspiró, callate a ver si el nene se cree las pavadas que decís. ¿Pavadas? Escuché el tintineo del hielo contra el vaso justo detrás mío. Le sentí la respiración hirviente en la nuca. Esas son pavadas, la basura esa que lee todo el día. Yo pasé rápido la página y metí la cara más adentro del libro. Te vas a quedar ciego de leer vos, mejor andá a hacerte la paja que para chicato al menos es más divertido. Mirá lo que le decís, boludo. Lo vas a traumar. Ella prendió un cigarrillo. Convidame uno, dijo él y se fue a tirar al lado de ella. Le manoteó una teta. Pará, que me acabo de pintar. Yo te pinto toda de blanco si querés, por adentro y por afuera. El le mordió el cuello, la boca abierta hasta la dislocación le abarcaba la mitad del cuello, y chupaba ruidosamente. Al final, querés cojerme o querés que vayamos a lo de tu vieja. Vamos que te cojo en lo de mamá, como cuando éramos chiquitos. Yo hice ruido para respirar, porque me dí cuenta de que me estaba aguantando. Aspiré fuerte, y los dos me miraron. Si te metés un poco más adentro del libro lo vas a poder usar de careta, dijo ella. Largalo, pibe, que no es una chucha. A mí la nariz ya me rozaba el papel. La letras se borroneaban. Salió a vos, dijo él. Ella se empezó a reír como una hiena, o como dicen que se ríen las hienas. Yo no te agarro un libro ni para enderezar una mesa. Viene de tu lado. A tu hermano también le gustan los libros, ¿no? El condorito le gusta, y el paturuzú. Los que tienen dibujitos nomás. Sentí una mano en la rodilla, y se me paró el corazón. ¿No querés mirar la tele un rato?, me dijo ella. Sí dije yo, no quería, pero dije que sí para que me sacara la mano de encima. Ella no me soltó. Él se estiró hasta el control remoto y la prendió. Yo empecé a bajar el libro, amagué a levantarme para correrme de al lado de ella, para que me sacara la mano de la rodilla. Pero lo primero que apareció en la tele era una pareja desnuda. Me tiré para atrás, me hundí en el sillón, y metí la cara de nuevo en el libro. Gemidos. Sacá eso, dejá de molestarlo. Ella apretó más la mano. Qué buena que estás, ¿eh? No sabés cómo me gusta ese lunar que tenés en el ojete. Sacalo, apagalo, y ponele los dibujitos. Mirá, mirá, mirá. ¿Te acordás de esa? Mierda que te gustó, mirá cómo gritabas. La mano subía y bajaba por la pierna. Yo no quería, nunca quise, pero empecé a excitarme.

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