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miércoles, 29 de mayo de 2013

El aplaudidor

La vieja quería que yo fuera médico. Se paraba en la vereda con la manguera en una mano y la escoba en la otra, y le charlaba a la vecina -o a cualquiera que pasara caminando- de su hijo el que iba a ser doctor. Se pasaba las horas baldeando, hasta que el charco de agua llegaba a la esquina. Antes había practicado sola en el baño a decir doctor, porque era una gallega medio bruta, y la c no le salía. El viejo, en cambio, quería que fuera abogado. Para él, los abogados son los que mejor la pasan,
porque a ellos nadie se anima a cagarlos. El viejo era tano, no era tan bruto, pero no tenía ni siquiera el primero inferior, y nunca pudo sacarse el acento de recién bajado del barco.
Tanto insistieron los dos que en algún momento se me metió en la cabeza eso de que hay que estudiar. Pero qué iba a hacer si apenas terminé raspando la nocturna. La facultad eran palabras mayores. La última materia del secundario la di recién cuando volví de la colimba. Yo ya estaba por hacerme el oso, pero la vieja se puso tan triste que me pasé el verano estudiando para darle el gusto. Cuando por fin aprobé, el viejo me palmeó la espalda, me apretó la mano muy fuerte durante un rato largo, y me regaló una lapicera. La vieja estaba loca de contenta, y me hizo mi comida favorita para festejar.
No sé si fue por el apretón de manos del viejo, por verla a la vieja tan feliz, o quizá porque ya venía con el envión, pero al otro día me anoté en la universidad. Qué se yo. Para probar al menos, total era gratis. Pasé por medicina, ingeniería y derecho. Once años me pasé calentando los pupitres. No pegué ni una, pero en el momento no importaba. Los viejos parecían contentos, y yo tan mal no la pasaba. Había un montón de minitas de la Zona Norte, que son un poco histéricas al principio, pero después entregan todo.
Además, fue en esa época de estudiante cuando descubrí mi verdadero talento. Que no se diga que la facultad no me dio nada. Ahí estaba yo cabeceando en una clase, cuando entró un grupo de estos que son como partidos políticos. Gritaron dos boludeces, la consigna del momento, y se pusieron a apagar y prender las luces. Querían que saliéramos todos a cortar la avenida de nuevo. Los punteros empezaron a aplaudir, y yo, que estaba en otra, casi me caigo del susto. Estaba tan dormido que me puse a aplaudir yo también, no sé por qué. Ahí me descubrieron.
Había una flaca con un pulóver de lana hasta las rodillas y un gorrito coya que había entrado con los del partido ese. Estaba parada cerca mío y me escuchó. Nunca me voy a olvidar. Se dio vuelta, me miró y me dijo: –Che, loco, qué manos que tenés. Si querés ganarte un mango, vení conmigo –. No estaba buena, pero yo fui igual.
Me metió en el cuartito de las fotocopias, que manejaba el partido ese de ellos, y me hizo aplaudir en frente de un montón de gente. Todos decían que sí con la cabeza, como sorprendidos. Uno se adelantó y me dijo que me podían dar los apuntes gratis si yo los acompañaba cuando hablaban y los aplaudía. Y yo me mandé, total.
El resto del año me lo pasé metiéndome en las aulas, prendiendo y apagando luces, y aplaudiendo. A fin de año se hicieron unas elecciones, así que me pusieron a pegar afiches en la facultad y por todo el barrio, y cada vez que uno de ellos decía algo, yo tenía que aplaudir. Esa fue la peor época, porque me quedaban las manos hechas mierda. A la noche la vieja me hacía ponerme un poco de crema de ordeñe, porque las palmas se me estaban ajando todas. Por suerte, el partido ese de ellos ganó. A partir de entonces me correspondía una parte de la venta de fotocopias. No era gran cosa, pero por lo que había que hacer, estaba bien.
Al año siguiente no me acuerdo bien qué pasó, pero fue como que ganaron otra elección más grande y coparon algunos puestos altos en el centro de estudiantes. Y yo me fui para arriba como nunca se me hubiera ocurrido. Los locos del partido hablaban ahora por la radio, les hacían entrevistas de la AM zonal, y yo aparecía de fondo aplaudiendo. Una vez, hasta la puse a la vieja a escuchar una portátil que le había regalado con mi primer sueldito, a ver si me reconocía. A la noche me esperaba con unas milanesas a caballo y los ojos llorosos de orgullo.
Al final me recibí nomás de abogado, como quería el viejo. Ni yo sé cómo hice todavía, pero los del partido me dijeron que no me preocupara, que el diploma era tan bueno como el que más. Una pena que para entonces el viejo ya no estaba con nosotros. Se nos había muerto poco tiempo antes, por el pucho dijo el médico. La verdad es que no la vimos venir. La vieja guardó el luto un año entero, y no dejó de ir un domingo al cementerio.
En fin, cuando terminé, me puse a averiguar para ver si laburaba en algún estudio, pero parece que ahora los boga son todos tacheros, así que seguí dedicándome a lo mío. De ahí en más, no paré nunca. Primero me metí con un concejal. La mayoría de los actos eran más bien temprano, en clubes de jubilados y en el polideportivo del barrio, así que me venía bien para estar más tiempo en casa acompañando a la vieja. Después empecé a seguir a un candidato a intendente. A ese también tenía que hacerle de chofer, porque le gustaba darse aires y que le abrieran la puerta cuando lo enfocaban las cámaras. Cuando volvía a casa la vieja me contaba emocionada que las vecinas la habían llamado para decirle que me habían visto en la tele, y si podía hablar con el candidato por la vereda rota de una o por un subsidio para la hija de otra. Y yo hablaba con el tipo, y algunas cosas conseguíamos. La viejita estaba chocha, todo el barrio la quería. Lástima que no le duró mucho. Más tarde ese año también falleció.
Yo estaba destrozado. De repente me encontré solo, en una casa que me resultaba enorme, y sin ganas de hacer nada. Hasta se me cruzó por la cabeza colgar todo y mandarme a mudar, pero el candidato no me dejó. Me dijo que él ya tenía arreglado que ganaba en las elecciones que venían, y que tenía planes para mí. Me dijo que dejarme estar era una traición a él y a los votantes, pero más que nada a mis viejos, que hubieran querido que yo llegara lo más lejos posible.
Por suerte, el candidato este ganó como había dicho, y era un tipo ambicioso, así que a los cuatro años se mandó para gobernador. Y volvió a ganar el hijo de puta. Qué lo parió, qué alegría que tenía. Y yo lo aplaudía como nunca. Mis aplausos retumbaban por todo el hotel. Ahora el punto se quiere mandar para presidente. Me ofreció un ministerio. Yo le dije que no sabía, que no tenía experiencia, pero él me dijo que poca gente tenía los años de militancia que tengo yo. Yo creo que me voy a mandar, total... ¿quién sabe? Ah, si la viejita viviera, hoy me estaría manducando una milanga a caballo para festejar.




2 comentarios:

  1. Me hace acordar cuando estudiaba periodismo en la UNNE. La gente de Franja morada se encargaba de las fotocopias, ellos eran el centro de estudiantes. Cabe aclarar que yo jamás fui, ni me interesó ser aplaudidor.

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  2. Hace rato que estoy pensando en este cuento. Un día, hace unos meses, mevolvieron imágenes y de ahí no me puedo olvidar del hombre cuyo talento es aplaudir, cuyas manos son leyenda. Es un buen personaje, ese.

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