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domingo, 10 de noviembre de 2013

Autobiografía



Autobiografía de un niño perro

1.
Ser chico es vivir sin causas ni efectos. Sin tener noción de causalidad. Lo que te pasa se te presenta como un capricho. Siempre banal. Siempre ajeno. Como un vago designio de una entidad mayor.
Las personas entran y salen de tu vida sin que sepas de dónde venían o hacia dónde se fueron. Las situaciones siempre te ocurren. Nunca sos vos el que las provoca. No tenés control de casi nada: cómo te limpias los mocos, si con la manga o el pañuelo, si jugás a la mancha o a la escondida, y poco más.
Cuando sos chico, las decisiones que te afectan, las insignificantes y las que te van a dejar una marca, son tomadas por los mayores a puertas cerradas. O ni siquiera. Una puerta cerrada levanta sospechas. Las decisiones que valen son tomadas cuando vos no estás, cuando estás en el jardín de infantes o cuando la abuela te llevó a la plaza. Y vos que pensabas qué buena que es la abuela, siempre llevándome a la plaza. La vieja te estaba entreteniendo mientras tu futuro se jugaba en una bronca marital. Y cuando volvés a casa, los efectos de esas decisiones que se tomaron te golpean como una realidad inexorable, como lo que no tiene ni nunca tuvo la posibilidad de ser distinto. Y vos no entendés por qué las cosas se presentan de ese modo, si apenas un rato antes todo era como siempre había sido.
En este sentido estricto creo que ser niño no es muy diferente a ser un perro.

2.
Hace poco leí una entrevista a Eugenio Cuttica, en la que decía que un artista es un niño que sobrevivió. Me dicen que Picasso había dicho lo mismo antes. No importa quién lo haya dicho o pensado primero. La originalidad está sobrevalorada.
En mis días buenos, no puedo no darles la razón a Cuttica y a Picasso. Pero en los otros, pienso que un artista es más bien una persona que empezó a morirse ya de chico.
Todos nos morimos. A cada momento. La mayoría de la gente se da cuenta cuando se enferma o cuando ya se puso lo suficientemente vieja. Otros se creen que van a vivir por toda la eternidad.
Los artistas, creo yo, empiezan a morirse a los 3 años. O antes tal vez. A esa edad algo se muere, y nos hacemos concientes de que cada día que pasa otra cosa, otra persona, otra situación, nos deja. O se va o se muere.
Muchas veces, un artista fue un perro en su niñez. No siempre los niños perro se convierten en artistas.

3.
No es que yo me crea artista. Si vamos a empezar a ponernos rótulos, tal vez me quede mejor el de artesano. No sé. Las palabras ya estaban inventadas cuando uno llegó. También los libros y la literatura. Uno no ha hecho nada. Uno simplemente toma un poco de barro y trata de levantar una vasija. Casi siempre esa vasija termina siendo un cenicero o una olla. Es por impericia. A veces termina siendo una vasija, pero fea. Entonces se tira en el fondo de la alacena porque da vergüenza mostrarla a las visitas.
Cuando era chico, cuando era un niño perro, nunca imaginé terminar haciendo lo que hago. Ahora tampoco lo imagino. Simplemente lo hago. A veces eso que hago me hace sentir persona. Es un efecto de una decisión que tomo concientemente. Pero entonces uno deja de escribir y sale a la calle, y entonces la realidad te pasa por encima. El devenir te atropella. Como a un perro.


           

domingo, 8 de septiembre de 2013

Escritura rápida

La pizería
    En casa comemos piza los jueves. Es como un entendimiento que tenemos con la Valeria. Uno de muchos, de esos que ni se hablan, pero que los años y la costumbre te van metiendo en la cabeza hasta que terminan siendo una esigencia. Navidad con los tuyos, año nuevo con los míos, lavamos el auto los domingos, ella limpia y cocina, yo saco la basura y arreglo los cueritos. Y los jueves comemos piza.
    Si fuera por mí, comería piza todos los días. Como antes. Cuando recién nos casamos, que no teníamos un mango, comíamos piza a la noche, al mediodía, hasta con el café con leche comíamos piza. Se daba así porque era rápido de hacer, era fácil, porque nos queríamos y no nos importaba nada, o porque estaba ahí, que había sobrado de la noche anterior. Qué se yo. Ahora comemos piza nomás porque es jueves, no por otra cosa.
    Ella tenía una mano para amasar los bollos. La masa le salía durita, crocante, finita. Nos podíamos comer dos pizas enteras si queríamos. De muza, fugazeta, a veces napo. Una vez nos comimos tres al hilo, ese fue el recor. Las bajábamos con agua de la canilla nomás. Esas eran las buenas épocas. Pero después, un día le empezaron a faltar las ganas de cocinar. Empezó a poner escusas, que los chicos, que no tuve tiempo, estoy cansada, y yo también estaba con lo mío, el laburo, los quilombos, así que tampoco le iba a andar reclamando.


    En lo de los viejos ni se hablaba de la piza. La vieja era de hacer guisos y pucheros, y para el viejo, si no había un buen pedazo de carne no se podía contar como una comida. Así que yo conocí la piza de bastante grandecito recién. Como con todas estas cosas, la conocí por los amigos del barrio, que son los que te cuentan que papá noel no esiste y que los reyes magos son los padres.  
    Estábamos en la casa de uno, el Masi, mirando la tele, y de repente una de las actrices agarra un pedazo de algo, un triangulito que se doblaba mientras lo iba levantando, con queso que le chorreaba por todos lados, con aceitunitas. Lo mordía y la muzarela se estiraba, no paraba de estirarse, y la minita de la película la tenía que cortar con la mano, y la enrollaba y se la metía en la boca. Yo no sabía bien qué estaba viendo, al principio no entendía nada. Sabía lo que era una masa, había comido queso y aceitunas con la picada, pero nunca de esa forma, nunca todo junto. Se me hizo agua la boca.
    Por supuesto, cuando pregunté los otros se me cagaron de la risa. Cómo que no sabés qué es la piza, en qué país vivís, te estás perdiendo lo mejor del mundo. Me gastaron toda la tarde, hasta que me cansaron y me tuve que ir.
    En casa, entré apurado por la cocina mirando para el otro lado para que la vieja no viera que había estado llorando, pero ella se dio cuenta y me siguió hasta la cama. Qué te pasa, me preguntó, pero yo no le quería decir. Qué te pasa, qué te pasa, qué te pasa, hasta que al final le dije qué es una piza, y cuando le ví los ojos supe que me había mandado una cagada. Le vi la sorpresa en la cara, después la furia, y después me cruzó la jeta de un bife.
Al poco tiempo, otra vez que fui a lo del Masi, estábamos los dos solos jugando o mirando la tele, el resto no estaban, y en un momento me preguntó probaste la piza al final. Yo pensé que se iba a largar a cargarme de nuevo, pero igual le dije que no. Entonces fuimos jugando hasta la cocina, y nos quedamos por ahí cerca, hasta que la mamá de él salió al patio a colgar la ropa. Ahí él abrió la heladera, abrió una caja de cartón y agarró una porción de piza. Me la dio y  me dijo rápido, andá a comértela al baño. Yo salí corriendo y me encerré. Estaba fría, con el queso duro y las aceitunas achicharradas, pero el primer bocado fue como una sensación inolvidable, como un éstasis.
    La terminé más rápido de lo que hubiera querido. Después me lavé las manos con jabón, porque me quedaba el olorcito en los dedos, y salí. El Masi me miraba con una sonrisa de oreja a oreja, y yo también a él, y nos largamos a reír. Nos reímos los dos. Pero cuando volví a casa me fui al dormitorio, y me encerré, porque me había gustado pero después me había dado mucha vergüenza.


A todo el mundo le gusta la piza, hasta el que te dice que no. Como esa minitas escuálidas que se la pasan comiendo ensaladas, seguro que si las agarrás de noche cuando nadie las ve y les pasás una porción por la cara, te pegan el tarascón. O como un gerente que tuve yo una vez de joven, don Félis.
    El viejo era un estirado y un fifí, pero era macanudo en el fondo. Me parece que se debe haber sentido un poco solo en la casa, la jermu no le habrá dado bola, o vaya uno a saber. El tema es que le gustaba juntarse con nosotros, con los empleados. Se sentaba a comer con nosotros en el comedor, y cada vez que te lo cruzabas en un pasillo te preguntaba cómo andás, y quería saber de qué cuadro eras, o cómo estaban los pibes, o si te gustaba mirar películas. Yo le tenía aprecio.
    Cuando lo echaron, con la indemnización, nos invitó a unos pocos a comer una piza. Quién hubiera dicho que al viejo le gustaba la piza. Claro que como la iba de finoli, él le decía pitza. Nos llevó a una pizería elegante, de la avenida Santa Fé. Yo había ido a las pizerías del barrio cuando era adolescente, qué pibe no lo hizo. Pero por mi casa las únicas que había eran esas que te daban una grande de muza por cuatro pesos, y la piza era una masa blanca sin sal que la pintaban con salsa y le mezquinaban el queso. Igual, cuando la conocí a la Valeria y ella me empezó a cocinar dejé de ir a esos lugares, y de ahí en más comí únicamente piza casera.
Yo conocía los gustos de siempre, la grande de anchoas, jamón y morrones, a lo sumo primavera. La Valeria las hacía muy ricas, pero hacía siempre los mismos tres o cuatro sabores. Sesenta y nueve variedades tenían en este lugar.
    Yo leía la carta y no lo podía creer. Qué imaginación había que tener. Cómo iba a hacer yo para volver a la muza cuando había visto todo ese mundo nuevo. Palmitos y salsa golf, jamón crudo y rúcula, longaniza y roquefort, espárragos y huevos de codorniz.


    Por supuesto nunca le dije a la Valeria que había estado en una pizería. Pero sí le empecé a decir como quien no quiere la cosa que por qué no le ponía un poquito de esto, un cachito de lo otro, para probar cosas nuevas. Con quién te andás juntando, me preguntó, de dónde sacás esas ideas raras. Yo le dije que un amigo me había contado de una película que vio, y que a mí me encantaban las pizas que ella hacía, pero que capaz estaba bueno probar cosas nuevas, que si no lo intentábamos no podíamos saberlo.
    Ella aceptó, y empezamos a hacer esperimentos con las pizas. Rabanitos, radicheta, salchichitas de copetín. Algunos estuvieron bien, otros fueron solamente raros. Muy raros. Después de esas pizas nos quedábamos mirándonos nomás, sin saber qué decir. Probamos varias veces, pero a ella no le salían, qué se le va a hacer. Y a mí se me debe haber notado la decepción. Yo no podía sacarme de la cabeza lo que habíamos comido esa noche en la pizería con don Félis.
   
Después de esos intentos fallidos volvimos a la rutina. Y así duramos un tiempo, hasta que la Valeria se puso a hacer dieta y se metió con el tema naturista. Empezó a leer revistas de vida sana, esas que te dicen que si no comés lo que ellos quieren entonces estás contaminado, lleno de mierda. Yo traté de decirle, esas son puras boludeces, pero ella me retrucó lo mío son boludeces y tus esperimentos eran qué.
Así que empezó a amasar bollos con harina integral, con sémola, y no sé qué otro tipo de aserrín. Los gustos eran siempre los mismos, pero la masa a veces le salía reseca y dura, a veces le quedaba blandita pero espesa, como un masacote. Sanas habrán sido sanas esas pizas, pero no eran ricas.
Esa fue otra fase que tuvimos, que por suerte también terminó.
   
    Creo que el problema es que ella siempre supo lo que a mí me gusta la piza. No lo puedo disimular, qué le voy a hacer. Y la muy turra a veces se aprovecha de eso. Ella sabe que yo los jueves me hago los ratones durante todo el día pensando en la piza de la noche.
Me cambiaste la lamparita del porch, me pregunta a la mañana, y si le digo que no, a la noche me pone sobre la mesa una sopita de calabaza o una milanesa. No tuve tiempo, me dice después, no me siento muy bien. Sacá la basura, cambia la lamparita, arreglame la plancha, me dice, y capaz que el sábado al mediodía te preparo una pizeta.
Una pizeta, la puta que la parió.


Hace dos o tres meses me lo volví a encontrar al Masi, mi amigo de la infancia. Le había perdido el rastro en el secundario, porque él repitió y se tuvo que ir a otro colegio. Nos cruzamos a la salida del subte. Él me reconoció y me pegó el grito.
Nos sentamos a tomar un café y a ponernos al día. Me contó del otro colegio al que se fue, de las farras que armaba con sus compañeros, me preguntó por los amigos del barrio, y por mi familia. Le conté más o menos por arriba, porque hacía mucho que no nos tratábamos y no tenía mucha confianza.
Igual me parece que él cazó en el aire lo que me estaba pasando con la Valeria, la depre, y esas cosas. Cómo estás para una zapi, me preguntó como quien pregunta si tenés tanto para el embido. A mí me habrán brillado los ojitos supongo, porque enseguida dijo, conozco una piczería que no sabés lo que se morfa ahí. Es tenedor libre.
Tenedor libre, dije y me temblaron las rodillas. La piza es buena, pregunté.
Mirá, me dijo él. Si te gusta una picza redondita, bien cortada, con la muza como chicle y un morroncito arriba, que te la prepare tu jermu. Acá se come lo que venga.
Después me esplicó el sistema. Vos pagás la entrada, que te vale para toda la picza que puedas comer y por una pecsi de dos litros. El piczero te las va sacando del horno calentitas, las trocha como le sale, y las tira arriba del mostrador. Se come de dorapa, y cada quien agarra lo que agarra.
Me contó que la pizería funcionaba de queruza en los doques del puerto, entrando por Córdoba, en el sesto a la derecha. Y quedamos para la noche siguiente, porque ese día era jueves.
Llegué a casa y había pollo al horno con papas, pero no me importó.


El olorcito se sentía ya a las dos cuadras. No podía ser que nadie se hubiera dado cuenta de lo que estaba pasando. Seguro que tenían arreglados a la cana y a la prefetura.
Yo al mediodía no había almorzado, para reservarme. Entramos y el lugar era un bullicio de risas, humo, gritos, aceite. Los tipos y las minas se arrapiñaban al lado de la barra. Del otro lado del mostrador había dos gordos en cuero, pero con gorritos blancos y delantal, que traspiraban como chanchos. Iban paleando pizas para adentro y para afuera del horno, las cortaban a golpe de cuchilla, y las largaban arriba de la fórmica. La gente manoteaba lo que podia, algunos agarraban una porción enorme que valía por tres, y otros agarraban un puño lleno de varias porciones chiquitas y de queso que les brotaba entre los dedos.
El Masi me dijo, la pecsi la buscamos después, así tenemos las manos libres para abarcar más.
De atrás, la gente que seguía entrando nos empujaba, y nosotros empujábamos a los de adelante. Las pizas caían y las manos saltaban como tigres sobre un bambi y las despedazaban.
Ponela así, me dijo el Masi, y los dos apoyamos las manos palma para arriba sobre el mostrador justo antes de que cayera la piza. La tironeamos entre los dos y la ganamos casi entera.
Era una piza medio cuadrada, con la masa gruesa y la costra quemada. La salsa le rebalsaba, y la muza chorreaba suero por los cuatro costados. Tenía orégano, y en el medio un charco de aceite que tuvimos que vaciar sobre el piso para que no nos manchara la pera. No tenía aceitunas ni mucho lujo. No era un piza limpia, ni sana, pero mierda que era rica. La más rica que probé en mi vida. Mi hizo acordar a la porción fría que me había comido en el baño del Masi cuando era un pibe. Esa misma sensación de alegría, de entusiasmo, y de vergüenza.
Una y otra vez me volví a poner en la cola. Y cada vez iba más rápido, porque la mayoría no aguantaba más de tres pasadas y terminaban todos tirados por el fondo, medio durmiendo por el cansancio o borrachos de tanta piza.
            Yo pasé por lo menos ocho veces, dos más que el Masi. Mirá que angurriento que habías resultado, me dijo la última vez que me puse en la cola. Me dolía todo, chivaba a mares, estaba por explotar, las piernas me temblaban, pero no podía dejar de desear otra porción de esa piza sucia, grasienta, tan distinta a la de la Valeria.

jueves, 8 de agosto de 2013

Traducción de género

–Buenas noches, nona. ¿Cómo anda? –preguntó la Colo ni bien entró. Venía apurada, cargada de bolsas y con la bufanda hasta los ojos, así que saludó en dirección a su abuela sin siquiera mirarla.
La vieja estaba sentada en la cama, tapada hasta el cuello, en la penumbra.
–Hola, m´hija –carraspeó.
La Colo llevó las bolsas del super a la kitchinette.
    –Tiene la voz medio tomada. ¿Otra vez salió desabrigada?
    –No, se conoce que me bañé con la puerta abierta y me agarró un chiflete, nena –contestó la vieja con la voz quebrada.
    –Ay, nonita, usted sabe que se tiene que cuidar –dijo la Colo mientras guardaba algunas latas en la alacena. –¿Qué vamos a hacer si le pasa algo?
    –No es nada. Por eso estoy haciendo cama. Para mañana voy a estar bien –dijo la vieja y tironeó un poco más del cubrecama hasta taparse la nariz.
    La Colo terminó de guardar las compras y puso la pava al fuego.
    –Se toma unos mates conmigo, ¿no?
–Hoy todavía no almorcé, así que estoy con un hambre.
La Colo preparó la bandeja con la yerba y el azúcar.
–¿No quiere que le haga una tostadita con manteca? –dijo la Colo.
–No, nena, no se moleste. Hay unos bizcochitos de grasa por ahí.
La Colo agarró la bandeja y los bizcochitos y se fue a sentar en la cama al lado de la abuela.
–Nona, ¿qué tiene en los ojos?
–No sé. Nada, ¿qué tengo? –preguntó la vieja refregándose.
–Están distintos.
–Debe ser que tengo un poco de calentura –dijo la vieja tocándose la frente.
La Colo cebó un mate y se lo pasó a la vieja, que se destapó hasta la cintura y chupó fuerte la bombilla.
–Nona, ¿qué le pasó en la cara?
–No sé, me siento medio hinchada. Debe ser la pastilla esa que tomé para la gripe.
–Yo la veo como más tetona hoy también.
    –Es el vestido que me queda tirante de sisa –la vieja devolvió el mate y la Colo volvió a cebar.
–Ay, nona, ¿qué tiene ahí?
–¿Dónde?
–Ahí, arriba de las piernas. Le quedó el control remoto abajo de la manta, parece –dijo la Colo y le dio un golpecito.
La vieja pegó un respingo.
–Cuidado, preciosa –dijo con una voz profunda y cavernosa. –No la vas a querer romper, ¿no?
La Colo la miró sin entender. La miró y no comprendía cómo esa voz oscura y cargada de urgencia salía de su abuela. La miró y vio los ojos desesperados. Vio la sombra gris alrededor de la boca. Vio una teta que le colgaba más que la otra. Vio un mechón de pelo oscuro que asomaba por debajo de las canas. Miró el bulto, y vio cómo la mano subía y bajaba la manta. Pero no pudo gritar. Un puño le encontró la cara como un mazazo.
Desde el piso, gusto a sangre, la habitación giraba, estaba lejos, borrosa, la nona estaba parada a su lado, pero su pelo estaba tirado en el piso, ahora caía también el vestido, y un corpiño lleno de trapos, y un hombre la miraba, la cara cerca, agachado a su lado, lo conocía, era alguien, lo veía y él la miraba, era Horacio, del barrio, ¿podía ser?, en la calle le decían el Lobo, hablaba, aliento a cloaca, seguía hablando, pero sin voz, sólo un zumbido, la agarraba del brazo, la habitación daba vueltas, el techo, la cama caliente, las sábanas húmedas, el olor, ese olor, la daba vuelta, y el gusto a sangre, los tirones, la cama se movía, ese zumbido, los tirones y el pantalón le raspaba la piel, las manos, estaban en todos lados, le sostenían las caderas, la abrían, la reptaban, la respiración en el cuello, el olor, y AHHH el grito, su grito, era su grito.
–Ahhh –gritó la Colo.
El Lobo la abría con las dos manos, y le empujaba la verga hacia adentro. Ella lo sentía cada vez más adentro, llenándola, raspándola, su carne contra la piel seca, la fricción caliente, el dolor, el músculo que no quería ceder, pero que se abría y lo aceptaba, lo envolvía, no podía rechazarlo, no podía defenderse, cerrarse, clausurarse, no podía. No podía.

martes, 23 de julio de 2013

Dos imágenes




Dios no juega a los dados, me dice Ana parafraseando tal vez a la Cosmopolitan, que lo habrá publicado citando a Einstein, que tal vez también se lo haya copiado a alguien más, por qué no a Dios mismo o a algún cantante de cabaret que conoció en su adolescencia tardía, que para el caso da lo mismo. 

Yo le digo que me tiene las pelotas por el piso, que si no se calla la voy a llenar de leche como un sachet. Ella se pone colorada, y yo sé que se está haciendo la imagen mental de ella llena de leche. Lo que tienen que saber es que Ana es medio boluda. Seguramente se imagina a sí misma con los pelos peinados como un casquito, y con una etiqueta en la frente que dice las tres niñas. 

Yo realmente no entiendo cómo es que todavía está viva. En este mundo justamente, en este mundo olvidado por Dios, la boluda esta vive. Y no sólo eso. También le busca un significado, trata de interpretarlo. Y ella se cree que lo entiende, hasta ese tupé tiene. Así que no solo vive la idiota, si no que vive contenta. 


lunes, 1 de julio de 2013

Fidelidad

–Lo único seguro en la vida son los cuernos y la muerte –me dijo mamá una vez que me vio dibujando corazoncitos en la agenda.
    Yo justo ese día había sacado un boleto capicúa, el número 25852, que me daba 22, 2 y 2 son 4, el 4 es D, de Daniel, que justo a la mañana lo había pescado en matemática mirándome desde la otra punta del aula, y Valen el lunes me había dicho que él siempre preguntaba por mí en el kiosco, así que pegué el boleto en la agenda, porque era la señal de que íbamos a ser novios seguro. Ahí fue cuando mamá me vio, yo no la vi venir porque estaba concentradísima pintando y dibujando, y ella entró por atrás y tuvo tiempo de leer por encima de mi hombro y después me dijo eso de los cuernos y la muerte.
    Yo ya sabía cómo se ponía ella con el tema, así que pasé la página para ver qué tenía en el cole al otro día y me puse a armar la mochila.

jueves, 13 de junio de 2013

Dos veces

Dos veces lo vi llorar al viejo en toda mi vida. La primera fue cuando yo era un pibe, al lado del cajón de la nona. No le sóltó la mano en toda la noche, por más que de a ratos el cansancio y la tristeza lo vencían y se quedaba dormido ahí sentado como estaba. Me acuerdo porque me tenía sobre la rodilla y no me dejaba ir. Me tenía abrazado fuerte, me acuerdo que me dolía, pero no le decía nada porque me daba cuenta de que la cosa no estaba para decir nada. Y el viejo lloraba, quedamente, en silencio, como para que yo no me diera cuenta, pero yo lo sabía, lo sabía y me quería hacer el que no lo notaba, me quería hacer el fuerte, por él más que nada, pero no podía y yo también lloraba con la cara escondida en su hombro.

Pero eso fue hace mucho, y ya casi me lo había olvidado, o mejor dicho, me lo había olvidado completamente hasta ahora, que lo veo llorar como un nene. Al principio me resultó rarísimo, como quien ve algo imposible, lo veía llorar pero no entendía qué estaba pasando. Es el viejo, mi viejo, son sus ojos, su cara surcada de grietas, y son lágrimas, un hilo fino y largo de agua que sale de esos ojos y se encauza por esas grietas, pero no comprendo qué estoy viendo.

Ahí está el viejo, sentado al lado de mi cama, sosteniéndome la mano fuerte, tanto que me duele, pero yo no le digo nada porque me gusta sentir su calor, estaba muerto de frío yo, y me gusta el calor de la mano del viejo, y además me quiero hacer el fuerte también, por él más que nada. Pero la vista se me nubla, y el techo blanco del cuarto desaparece, se borra, y sé que yo también estoy llorando, despacito, sin agitación ni nada, pero siento el sabor salado de las lágrimas en la boca, y el viejo que me pasa un pañuelito por la cara para secarme.

martes, 11 de junio de 2013

Distopía y máscaras

Qué caripela, le dijo él. Yo levanté el libro un poco más y me hice el pelotudo. Ella se estaba pintando las uñas. Hacía rato ya que venía pintándoselas. Se las pintaba cada una de un color distinto, como una pendeja, por eso tardaba tanto. No me apures, le dijo ella, voy a estar lista cuando esté lista. No se puede apurar la belleza. Ni qué mierda, dijo él, yo decía nomás que te pisás la jeta. Yo pasé una página como para que supieran que estaba ahí, y para hacerme el que estaba en otra. ¿Y qué cara querés que tenga? Ella cerró el frasquito del esmalte y abanicó el aire con las manos bien abiertas. No es como que vos me das muchos motivos para cagarme de risa, ¿no?, y me miró a mí para ver si le festejaba el chiste. Me buscó los ojos durante un instante, la vi por el rabillo, la sentí, pero me hice el que seguía leyendo. Ya te voy a dar motivos para reírte, medio kilo de motivos si querés. Él se había servido un whisky, y la voz le salía resbaladiza, como aceitosa. Ella suspiró, callate a ver si el nene se cree las pavadas que decís. ¿Pavadas? Escuché el tintineo del hielo contra el vaso justo detrás mío. Le sentí la respiración hirviente en la nuca. Esas son pavadas, la basura esa que lee todo el día. Yo pasé rápido la página y metí la cara más adentro del libro. Te vas a quedar ciego de leer vos, mejor andá a hacerte la paja que para chicato al menos es más divertido. Mirá lo que le decís, boludo. Lo vas a traumar. Ella prendió un cigarrillo. Convidame uno, dijo él y se fue a tirar al lado de ella. Le manoteó una teta. Pará, que me acabo de pintar. Yo te pinto toda de blanco si querés, por adentro y por afuera. El le mordió el cuello, la boca abierta hasta la dislocación le abarcaba la mitad del cuello, y chupaba ruidosamente. Al final, querés cojerme o querés que vayamos a lo de tu vieja. Vamos que te cojo en lo de mamá, como cuando éramos chiquitos. Yo hice ruido para respirar, porque me dí cuenta de que me estaba aguantando. Aspiré fuerte, y los dos me miraron. Si te metés un poco más adentro del libro lo vas a poder usar de careta, dijo ella. Largalo, pibe, que no es una chucha. A mí la nariz ya me rozaba el papel. La letras se borroneaban. Salió a vos, dijo él. Ella se empezó a reír como una hiena, o como dicen que se ríen las hienas. Yo no te agarro un libro ni para enderezar una mesa. Viene de tu lado. A tu hermano también le gustan los libros, ¿no? El condorito le gusta, y el paturuzú. Los que tienen dibujitos nomás. Sentí una mano en la rodilla, y se me paró el corazón. ¿No querés mirar la tele un rato?, me dijo ella. Sí dije yo, no quería, pero dije que sí para que me sacara la mano de encima. Ella no me soltó. Él se estiró hasta el control remoto y la prendió. Yo empecé a bajar el libro, amagué a levantarme para correrme de al lado de ella, para que me sacara la mano de la rodilla. Pero lo primero que apareció en la tele era una pareja desnuda. Me tiré para atrás, me hundí en el sillón, y metí la cara de nuevo en el libro. Gemidos. Sacá eso, dejá de molestarlo. Ella apretó más la mano. Qué buena que estás, ¿eh? No sabés cómo me gusta ese lunar que tenés en el ojete. Sacalo, apagalo, y ponele los dibujitos. Mirá, mirá, mirá. ¿Te acordás de esa? Mierda que te gustó, mirá cómo gritabas. La mano subía y bajaba por la pierna. Yo no quería, nunca quise, pero empecé a excitarme.