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domingo, 8 de septiembre de 2013

Escritura rápida

La pizería
    En casa comemos piza los jueves. Es como un entendimiento que tenemos con la Valeria. Uno de muchos, de esos que ni se hablan, pero que los años y la costumbre te van metiendo en la cabeza hasta que terminan siendo una esigencia. Navidad con los tuyos, año nuevo con los míos, lavamos el auto los domingos, ella limpia y cocina, yo saco la basura y arreglo los cueritos. Y los jueves comemos piza.
    Si fuera por mí, comería piza todos los días. Como antes. Cuando recién nos casamos, que no teníamos un mango, comíamos piza a la noche, al mediodía, hasta con el café con leche comíamos piza. Se daba así porque era rápido de hacer, era fácil, porque nos queríamos y no nos importaba nada, o porque estaba ahí, que había sobrado de la noche anterior. Qué se yo. Ahora comemos piza nomás porque es jueves, no por otra cosa.
    Ella tenía una mano para amasar los bollos. La masa le salía durita, crocante, finita. Nos podíamos comer dos pizas enteras si queríamos. De muza, fugazeta, a veces napo. Una vez nos comimos tres al hilo, ese fue el recor. Las bajábamos con agua de la canilla nomás. Esas eran las buenas épocas. Pero después, un día le empezaron a faltar las ganas de cocinar. Empezó a poner escusas, que los chicos, que no tuve tiempo, estoy cansada, y yo también estaba con lo mío, el laburo, los quilombos, así que tampoco le iba a andar reclamando.


    En lo de los viejos ni se hablaba de la piza. La vieja era de hacer guisos y pucheros, y para el viejo, si no había un buen pedazo de carne no se podía contar como una comida. Así que yo conocí la piza de bastante grandecito recién. Como con todas estas cosas, la conocí por los amigos del barrio, que son los que te cuentan que papá noel no esiste y que los reyes magos son los padres.  
    Estábamos en la casa de uno, el Masi, mirando la tele, y de repente una de las actrices agarra un pedazo de algo, un triangulito que se doblaba mientras lo iba levantando, con queso que le chorreaba por todos lados, con aceitunitas. Lo mordía y la muzarela se estiraba, no paraba de estirarse, y la minita de la película la tenía que cortar con la mano, y la enrollaba y se la metía en la boca. Yo no sabía bien qué estaba viendo, al principio no entendía nada. Sabía lo que era una masa, había comido queso y aceitunas con la picada, pero nunca de esa forma, nunca todo junto. Se me hizo agua la boca.
    Por supuesto, cuando pregunté los otros se me cagaron de la risa. Cómo que no sabés qué es la piza, en qué país vivís, te estás perdiendo lo mejor del mundo. Me gastaron toda la tarde, hasta que me cansaron y me tuve que ir.
    En casa, entré apurado por la cocina mirando para el otro lado para que la vieja no viera que había estado llorando, pero ella se dio cuenta y me siguió hasta la cama. Qué te pasa, me preguntó, pero yo no le quería decir. Qué te pasa, qué te pasa, qué te pasa, hasta que al final le dije qué es una piza, y cuando le ví los ojos supe que me había mandado una cagada. Le vi la sorpresa en la cara, después la furia, y después me cruzó la jeta de un bife.
Al poco tiempo, otra vez que fui a lo del Masi, estábamos los dos solos jugando o mirando la tele, el resto no estaban, y en un momento me preguntó probaste la piza al final. Yo pensé que se iba a largar a cargarme de nuevo, pero igual le dije que no. Entonces fuimos jugando hasta la cocina, y nos quedamos por ahí cerca, hasta que la mamá de él salió al patio a colgar la ropa. Ahí él abrió la heladera, abrió una caja de cartón y agarró una porción de piza. Me la dio y  me dijo rápido, andá a comértela al baño. Yo salí corriendo y me encerré. Estaba fría, con el queso duro y las aceitunas achicharradas, pero el primer bocado fue como una sensación inolvidable, como un éstasis.
    La terminé más rápido de lo que hubiera querido. Después me lavé las manos con jabón, porque me quedaba el olorcito en los dedos, y salí. El Masi me miraba con una sonrisa de oreja a oreja, y yo también a él, y nos largamos a reír. Nos reímos los dos. Pero cuando volví a casa me fui al dormitorio, y me encerré, porque me había gustado pero después me había dado mucha vergüenza.


A todo el mundo le gusta la piza, hasta el que te dice que no. Como esa minitas escuálidas que se la pasan comiendo ensaladas, seguro que si las agarrás de noche cuando nadie las ve y les pasás una porción por la cara, te pegan el tarascón. O como un gerente que tuve yo una vez de joven, don Félis.
    El viejo era un estirado y un fifí, pero era macanudo en el fondo. Me parece que se debe haber sentido un poco solo en la casa, la jermu no le habrá dado bola, o vaya uno a saber. El tema es que le gustaba juntarse con nosotros, con los empleados. Se sentaba a comer con nosotros en el comedor, y cada vez que te lo cruzabas en un pasillo te preguntaba cómo andás, y quería saber de qué cuadro eras, o cómo estaban los pibes, o si te gustaba mirar películas. Yo le tenía aprecio.
    Cuando lo echaron, con la indemnización, nos invitó a unos pocos a comer una piza. Quién hubiera dicho que al viejo le gustaba la piza. Claro que como la iba de finoli, él le decía pitza. Nos llevó a una pizería elegante, de la avenida Santa Fé. Yo había ido a las pizerías del barrio cuando era adolescente, qué pibe no lo hizo. Pero por mi casa las únicas que había eran esas que te daban una grande de muza por cuatro pesos, y la piza era una masa blanca sin sal que la pintaban con salsa y le mezquinaban el queso. Igual, cuando la conocí a la Valeria y ella me empezó a cocinar dejé de ir a esos lugares, y de ahí en más comí únicamente piza casera.
Yo conocía los gustos de siempre, la grande de anchoas, jamón y morrones, a lo sumo primavera. La Valeria las hacía muy ricas, pero hacía siempre los mismos tres o cuatro sabores. Sesenta y nueve variedades tenían en este lugar.
    Yo leía la carta y no lo podía creer. Qué imaginación había que tener. Cómo iba a hacer yo para volver a la muza cuando había visto todo ese mundo nuevo. Palmitos y salsa golf, jamón crudo y rúcula, longaniza y roquefort, espárragos y huevos de codorniz.


    Por supuesto nunca le dije a la Valeria que había estado en una pizería. Pero sí le empecé a decir como quien no quiere la cosa que por qué no le ponía un poquito de esto, un cachito de lo otro, para probar cosas nuevas. Con quién te andás juntando, me preguntó, de dónde sacás esas ideas raras. Yo le dije que un amigo me había contado de una película que vio, y que a mí me encantaban las pizas que ella hacía, pero que capaz estaba bueno probar cosas nuevas, que si no lo intentábamos no podíamos saberlo.
    Ella aceptó, y empezamos a hacer esperimentos con las pizas. Rabanitos, radicheta, salchichitas de copetín. Algunos estuvieron bien, otros fueron solamente raros. Muy raros. Después de esas pizas nos quedábamos mirándonos nomás, sin saber qué decir. Probamos varias veces, pero a ella no le salían, qué se le va a hacer. Y a mí se me debe haber notado la decepción. Yo no podía sacarme de la cabeza lo que habíamos comido esa noche en la pizería con don Félis.
   
Después de esos intentos fallidos volvimos a la rutina. Y así duramos un tiempo, hasta que la Valeria se puso a hacer dieta y se metió con el tema naturista. Empezó a leer revistas de vida sana, esas que te dicen que si no comés lo que ellos quieren entonces estás contaminado, lleno de mierda. Yo traté de decirle, esas son puras boludeces, pero ella me retrucó lo mío son boludeces y tus esperimentos eran qué.
Así que empezó a amasar bollos con harina integral, con sémola, y no sé qué otro tipo de aserrín. Los gustos eran siempre los mismos, pero la masa a veces le salía reseca y dura, a veces le quedaba blandita pero espesa, como un masacote. Sanas habrán sido sanas esas pizas, pero no eran ricas.
Esa fue otra fase que tuvimos, que por suerte también terminó.
   
    Creo que el problema es que ella siempre supo lo que a mí me gusta la piza. No lo puedo disimular, qué le voy a hacer. Y la muy turra a veces se aprovecha de eso. Ella sabe que yo los jueves me hago los ratones durante todo el día pensando en la piza de la noche.
Me cambiaste la lamparita del porch, me pregunta a la mañana, y si le digo que no, a la noche me pone sobre la mesa una sopita de calabaza o una milanesa. No tuve tiempo, me dice después, no me siento muy bien. Sacá la basura, cambia la lamparita, arreglame la plancha, me dice, y capaz que el sábado al mediodía te preparo una pizeta.
Una pizeta, la puta que la parió.


Hace dos o tres meses me lo volví a encontrar al Masi, mi amigo de la infancia. Le había perdido el rastro en el secundario, porque él repitió y se tuvo que ir a otro colegio. Nos cruzamos a la salida del subte. Él me reconoció y me pegó el grito.
Nos sentamos a tomar un café y a ponernos al día. Me contó del otro colegio al que se fue, de las farras que armaba con sus compañeros, me preguntó por los amigos del barrio, y por mi familia. Le conté más o menos por arriba, porque hacía mucho que no nos tratábamos y no tenía mucha confianza.
Igual me parece que él cazó en el aire lo que me estaba pasando con la Valeria, la depre, y esas cosas. Cómo estás para una zapi, me preguntó como quien pregunta si tenés tanto para el embido. A mí me habrán brillado los ojitos supongo, porque enseguida dijo, conozco una piczería que no sabés lo que se morfa ahí. Es tenedor libre.
Tenedor libre, dije y me temblaron las rodillas. La piza es buena, pregunté.
Mirá, me dijo él. Si te gusta una picza redondita, bien cortada, con la muza como chicle y un morroncito arriba, que te la prepare tu jermu. Acá se come lo que venga.
Después me esplicó el sistema. Vos pagás la entrada, que te vale para toda la picza que puedas comer y por una pecsi de dos litros. El piczero te las va sacando del horno calentitas, las trocha como le sale, y las tira arriba del mostrador. Se come de dorapa, y cada quien agarra lo que agarra.
Me contó que la pizería funcionaba de queruza en los doques del puerto, entrando por Córdoba, en el sesto a la derecha. Y quedamos para la noche siguiente, porque ese día era jueves.
Llegué a casa y había pollo al horno con papas, pero no me importó.


El olorcito se sentía ya a las dos cuadras. No podía ser que nadie se hubiera dado cuenta de lo que estaba pasando. Seguro que tenían arreglados a la cana y a la prefetura.
Yo al mediodía no había almorzado, para reservarme. Entramos y el lugar era un bullicio de risas, humo, gritos, aceite. Los tipos y las minas se arrapiñaban al lado de la barra. Del otro lado del mostrador había dos gordos en cuero, pero con gorritos blancos y delantal, que traspiraban como chanchos. Iban paleando pizas para adentro y para afuera del horno, las cortaban a golpe de cuchilla, y las largaban arriba de la fórmica. La gente manoteaba lo que podia, algunos agarraban una porción enorme que valía por tres, y otros agarraban un puño lleno de varias porciones chiquitas y de queso que les brotaba entre los dedos.
El Masi me dijo, la pecsi la buscamos después, así tenemos las manos libres para abarcar más.
De atrás, la gente que seguía entrando nos empujaba, y nosotros empujábamos a los de adelante. Las pizas caían y las manos saltaban como tigres sobre un bambi y las despedazaban.
Ponela así, me dijo el Masi, y los dos apoyamos las manos palma para arriba sobre el mostrador justo antes de que cayera la piza. La tironeamos entre los dos y la ganamos casi entera.
Era una piza medio cuadrada, con la masa gruesa y la costra quemada. La salsa le rebalsaba, y la muza chorreaba suero por los cuatro costados. Tenía orégano, y en el medio un charco de aceite que tuvimos que vaciar sobre el piso para que no nos manchara la pera. No tenía aceitunas ni mucho lujo. No era un piza limpia, ni sana, pero mierda que era rica. La más rica que probé en mi vida. Mi hizo acordar a la porción fría que me había comido en el baño del Masi cuando era un pibe. Esa misma sensación de alegría, de entusiasmo, y de vergüenza.
Una y otra vez me volví a poner en la cola. Y cada vez iba más rápido, porque la mayoría no aguantaba más de tres pasadas y terminaban todos tirados por el fondo, medio durmiendo por el cansancio o borrachos de tanta piza.
            Yo pasé por lo menos ocho veces, dos más que el Masi. Mirá que angurriento que habías resultado, me dijo la última vez que me puse en la cola. Me dolía todo, chivaba a mares, estaba por explotar, las piernas me temblaban, pero no podía dejar de desear otra porción de esa piza sucia, grasienta, tan distinta a la de la Valeria.

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